Thursday, January 11, 2018

CARLOS BARBARITO




CARLOS BARBARITO

EL LUGAR DE LAS APARICIONES


         A Yorgos Kentrotis.



      Yo no he matado el sueño…
      Giosue Carducci, Odas bárbaras, 2, XXXII.



No hay sonido en esta hora…

No hay sonido en esta hora
de los techos rotos, ruido alguno
luego de la tormenta,
el golpe del agua contra cada rostro,
el golpe del aire contra cada espalda…
Sucedida, herida la vida
en el vientre, sangra mañanas y tardes
olvidado el más antiguo pacto;
a besar sólo la piedra, allí vamos,
a perdernos en oscuros, vacíos pabellones,
allí vamos; a llorar sin saber llorar,
a vivir sin saber vivir,
no hay vida sino una aparente calma
luego de las ráfagas,
estacas fijadas en un suelo ajeno,
signos que no entendemos
a ambos lados del camino
hacia muchas partes pero jamás a casa.



Sucede porque por un instante…

Sucede porque por un instante luz y sombra
se entienden. Y entonces es una mujer
la que se define, se compone y nos habla;
fija en la mirada, su huella
en la arena amanecida por las horas
y, sobre una piedra y su musgo,
en bosque, el agua bebida por su vientre.
Sucede porque reverbera,
se esparce, alcanza los colores,
se niega a mitigarse, a reducir
el espacio en que, quieta o en vaivén, se aloja.


Qué nos dice adiós…

      What good does it do?
      Mark Strand

Qué nos dice adiós y qué nos espera
cuando no es el viento lo que agita las ventanas.
Qué fantasma nos abriga cuando es medianoche
y no hay espejo capaz de reflejarnos;
entonces vibra aquello que no asiste a la vida
y es la vida restos de un banquete
que nunca aconteció. No debiera ser
nuestro lugar este en el que nos alojamos,
pero lo es; fractura expuesta
en la nerviosa respiración del cordero,
vasto dominio del carbón más allá de la orilla
y bandadas ocultas por las nubes
que gritan ¡futuro! y se pierden en la tormenta.
No es nuestra la vía liberada
como no lo es el pasaje hacia el firme mediodía;
un ligero pero visible temblor
en las manos nos delata: para qué,
entonces, la palabra fijada en el filo del papel,
la escena en dúo o en trío,
la sala vacía, la renovada puesta del fracaso.




A esta hora, marcada como res…

A esta hora, marcada como res,
tratada como res, un anhelo,
extraído a puro dolor
del carbón más duro y oscuro,
no salva pero al menos conforta:
tal vez en el último reservorio de pólenes,
tal vez en el nido todavía no caído,
tal vez en alguna apurada respiración
a un paso de la orilla, la frontera…



Aferrados a un dudoso talismán…

Aferrados a un dudoso talismán,
a una moneda arrojada con desinterés al aire,
a un pasaje jamás iluminado, estrecho y subterráneo,
a una respuesta sin pregunta,
a un breve hueso que duele sin acción de nervio alguno,
a un padre lejano e insípido,
a una obsesiva devoción a un eco,
a migraciones sin rumbo, rebaños de pelaje duro,
bandadas que la fatiga convierte en fantasmas,
a una bandeja sin cabeza alguna…



Apagar el fuego…

Apagar el fuego con las manos. La figura
de este día y a estas horas, en los que el ojo precisa
de una lente y hasta las rocas dejan de sostener
la vida. Dijo: aun las criaturas mínimas
no necesitan tomar aire de nuestra respiración;
si pesamos es porque el aire pesa,
la noche pesa con su carga de despedidas:
hay quien se aleja, vestido,
hay quien se queda bajo las sábanas, desnudo.



Por un campo…

      A Sandy Denny

Por un campo de ortigas. Descalza.
Le arden los pies. Camina.
En un bote angosto y largo. Apenas
cabe en él. Navega.



¿De quién es este mar, esta tierra, el fuego?...

¿De quién es este mar, esta tierra, el fuego
que quema o cobija? (Hay un niño,
se lleva un dedo a la boca, ríe).
¿De quién la luna y la media luna,
la única estrella sobre el polo,
el agua que se eleva o baja? (Hay un niño,
llora por un juguete roto
que él mismo rompió).
¿De quién es el tiempo, el cielo encapotado,
la ventana abierta al mediodía,
el mediodía? (Todo le pertenece
a un niño, a un solo niño,
a un niño solo,
a un niño).



Tiene lengua, pero tiene lengua…

Tiene lengua, pero tiene lengua
como otro tiene perro,
siempre atado, jamás suelto.
¿A qué refugio encomendarse
si todo es pura orfandad?
¿A qué orilla, acontecida la fatiga
y puesto del revés el mediodía?
Desde una silla, en un aislado vestíbulo.
Desde lo alto de un farallón,
abajo un mar que a sí mismo se sacia.
Una marca en el viento –eso;
pero ¿cómo?; ¿por pico
de pájaro que perfora la materia de lo externo,
por tijera que corta de una vez
el amasijo? Vivir adentro,
muy adentro, buscar
la clave allí, donde sólo hay ensueño;
¿vivir allí? ¿Dónde sólo hay ensueño:
hojas diseminadas, caídas,
días y horas entre las hojas,
hoja también la palma de la mano?

 

A qué viene a dar este No…

A qué viene a dar este No
sino a la espina dorsal de toda vida
y a toda vida dejarle una nítida marca;
hecho el fuego la llama se niega,
se tuerce en dirección a las dársenas vacías,
las playas que sin mar menguan;
a qué viene a dar este límite,
este carbón helado en mano ajenas
sino al tráfico de oscuridades
y al gusto ácido en la lengua;
en suelo seco plantar el duro arbusto
para que, por milagro, dé fruto
y desde la ameba al cometa
al menos un grano de polvo
halle dentro de sí
al menos un instante sin tutela,
abierto y expresable.



¿Qué será concedido en el dominio?...

¿Qué será concedido en el dominio
de la ceguera? Porque lo que persiste,
anochecido el mundo, es lo que carece de ojos;
frío el vientre que, maldecido, se arrastra
y fría la espalda, sometida a carga y soledad.
Sólo un lento relámpago sin tormenta.
Sólo una desleída mención a un improbable Oriente.
Y el fin de la geometría, sin iridiscencias ni campanas.
¿Qué será negado, tras el vasto anuncio,
sus estacas y su trasfondo? Porque lo que se disuelve,
amanecido al fin el fantasma, es el viaje,
su deseo y concreción; a ninguna nave
la morosa caricia al muslo,
la progresiva iluminación a vientres y senos.



Sí, tal vez, sea esto…

Sí, tal vez, sea esto una enfermedad. Una dolencia
que en vez de postrar empuja hacia lo árido,
hacia una aridez invisible pero palpable.
Terco y constante dominio surgido
de una muerte remota, quizás, de un desconocido:
caído él en medio de una prueba,
de un ritmo que debía ser preciso
y se quebró en vez de hallar, por fin, la belleza.
Otro fue el germen, no hubo respiración en el aire,
lo no vivido o lo vivido en estrechez,
sobre resecos trapos de internado,
ocupó vasto espacio, aquí y detrás de la ventana,
incluso en el cuerpo de la espera,
en la mano del orfebre que, tenaz, martillea.
Trabado el nacimiento, bloqueado el beso en la espalda,
la vida se vuelve un largo pasillo,
a ambos lados sucesivas puertas bajo llave;
el que pregunta, con huesos de cristal,
a punto de romperse, el que responde,
roto, sus pedazos dispersos por el suelo.



Envuelto en penumbra…
            
Envuelto en penumbra como en una valva,
emite sonidos que se parecen a un idioma
sin ser idioma alguno. O idioma
de animal solitario con la mirada puesta
en un cometa que anuncia pestilencia;
lengua que se abre paso a través
de gruesos cortinados que ocultan
la escena de fondo: un espacio herboso
donde toda alianza queda rota,
donde toda carne queda convertida,
antes de poder huir, en tiempo.
¿Qué le concede, ahora, esta estación
de osarios, falsas esclusas y albañales?



Si no doliese…

      A Juan Móbili.

Si no doliese, la desnudez se abriría como abanico.
Y lo acabado sería abandono, regreso al negro suelo,
antes del tallo. Hacia esa calidad,
el camino abierto a través de la respiración,
el cansancio abolido y proclamado por fin el incendio.
Tras el roedor que huye.
Tras la sustancia volátil.
Tras cuanto, breve y descalzo, se retira.
Material de estrella, caído adonde no hay jardín.
Para que haya jardín, alas de pájaro entero o entrevisto.
En el puño, polvo de nuez, desasido de pregunta y noche.
Pero duele, siempre remotas la gracia y la transparencia.
Pero duele, café servido por costumbre, sin azúcar.
Taza a la que se sitúa lejos, acaso en otra mesa,
tratando de que nadie se dé cuenta, con estudiado disimulo.



¿El unánime avance del incendio…?

¿El unánime avance del incendio hacia las nubes;
hasta que de tristeza rían las anémonas
y lloren de alegría las palomas en los cables?
Pero, nada separa al hueso del futuro polvo de hueso.
¿Nada? ¿Y la incesante respiración
del eterno apartado sumergido?
¿Y la conversación acerca de tensas cuerdas,
de inauditas alegorías,
de peces entrando en cardumen en el ojo?
Saltaré –me digo- sobre las vías muertas.
Perpetuado el recuerdo del olor de la primera leche,
del primer unicornio y la primera marea.
¿Qué persiste y qué se evapora?
Lo que persiste es el vestigio.
Lo que se evapora, la apoyatura.



Todo, menos el día…

Todo, menos el día y la noche;
una hora agrisada y compacta,
sin otro devenir más que su propia espuma.
Allí, donde el perro todavía espera
como yo espero, ¿qué?,
la sombra de lo ido busca un cuarto de hotel
y la escena concluye con una cama
y ninguna frazada para el frío.
La vida se reduce a un juego de espejos.
A una torpe justificación de furias y eclipses.
El nombre grabado en una madera, ¿para qué?
¿Para qué el dedal, el granulado, el soliloquio?
Todo, menos la noche y el día;
si no hay dios que no se resfríe
ni amada que, de tarde en tarde, olvide;
llega el final que nadie logra silabear,
el vaso es demasiado pequeño
y la mayor parte del contenido, sin remedio, se derrama.



¿ Podrá oírme…?

¿Podrá oírme desde su lugar actual? Vaciado 
en vidrio, su destino se configuró aquel día
con aquella noche y no hubo regreso:
en el aire se perdió su aspecto y su modo. 
¿Sentada, de pie? Pero siempre inmóvil,
recortada para siempre del papel del mundo
y puesta para siempre donde no llueve
ni hace frío ni calor ni amanece ni hay crepúsculo.
¿Podré oírla si, al menos por un momento,
recuperase garganta y lengua
y en cualquier lengua me llamara?



Lengua para hablar…

Lengua para hablar, y al hablar la llamo.
Pero no acude, como si en su actual condición
tuviese otro nombre. Tal vez
lo que cambió fue mi lengua,
se volvió a sus oídos irreconocible.
Callo. Para no caer, trazo, con tiza,
signos sin sentido alguno en una pizarra;
abrazo una fe a la que hasta una rata rechazaría
y bebo de un vaso vacío, a pequeños sorbos,
a la hora en que el alba es una hipótesis.



Entretanto, una clavícula despojada…

Entretanto, una clavícula despojada
de carne; por un momento sostuvo
y luego no: empujados por una fuerza mayor,
hasta lo más lejos, las bandadas y el oxígeno.
Asistí a esa hora, como si no existiese.
Invisible, ante un auditorio vacío
que, sin embargo, me exigía
que uniera sujeto con predicado.



Intangible, sin embargo nos envuelve…

Intangible, sin embargo nos envuelve siempre
y, a veces, nos aprieta hasta quitar el aire.
¿Qué nombre darle? ¿Qué origen?
¿Qué filiación? No
hay calle en la que no nos encuentre
ni cama en la que no nos halle,
de nada valen las mudanzas,
los secretos escondites,
los desvíos y los atajos.
De nada vale hablar en otro idioma
porque conoce todos los idiomas.
Ni en lengua de los pájaros.
Ni en lengua de los ángeles.
Porque también las conoce,
incluso más que los propios pájaros,
los propios ángeles.



¿En qué dirección? Tal vez…

¿En qué dirección? Tal vez hacia un montón
de luces en un breve espacio recién abierto por un pico de ave.
Un pico poderoso, capaz de desgarrar la carne,
capaz de desgarrar la piedra.
¿De a pie, a bordo de una nave hecha con material de sol
o de sólida, compacta sombra? De a pie,
metro a metro, más allá de muros que hablan
y de casas vacías que en nada se apoyan.
A bordo, mientras soplan las bocas
y al soplar provocan el retiro de todo fuego.
¿Vestido o desnudo? Vestido,
atado a una madera de encina,
al espinazo de un pez,
a una respiración resinosa.
Desnudo, por masticación de gruesa hoja con rocío,
por extensa vía de alquitrán
junto con largos y ansiosos lagartos.
Pero, ¿queda tiempo?
¿Queda?



No hay sino esto…

No hay sino esto, concentrado en un punto ciego.
Algo, inefable pero evidente, quedó,
en el barro y no en la alhaja.
Y allí, ninguna curación para el dolor en la espalda,
la peste, que fuera sagrada y ahora
es sólo peste, el agua servida
desde las casas en las que nadie tiene perro
y se teme al silencio, a las tormentas.
Lo que se extraña es aquello que alguna vez
fuera obviado o escarnecido: la saliva
tornando ácido el aire, la continua batalla
entre el salmo y la serpiente,
la voz que pregunta detrás de la voz en trance:
¿dónde la médula, el útero, el ofertorio?



Una fotografía de un paisaje…

Una fotografía de un paisaje despojado:
unas matas, un charco, una piedra.
Al dorso de la imagen, en tinta azul,
un pentagrama con algunas notas,
vano intento por componer una melodía.
Debajo del pentagrama, en tinta negra,
un breve relato de alguien
que, en una costa remota,
hace un gesto gratuito
y espera que el mar o el viento
lo cargue de significado.



Inspira y expira el aire…

Inspira y expira el aire, donde el aire se fija
y toma asiento. Pero, ¿es suyo
el respirar, la boca que respira?
Con esto compongo el poema.
Un poema con alguien que respira
un aire que se fija y toma asiento,
que no sabe si es suya la boca que respira,
si es suyo el respirar de su boca,
si el aire que se fija y toma asiento
no es sino la última ceniza
pasada, sin reversión posible, de mano en mano.



No logro oír su silencio…

No logro oír su silencio entre las voces,
por más que me esfuerce, no logro
pesar ni un gramo del aire que todavía respira
ni medir la masa de la pura sustancia
que aun la forma. No
encuentro un remo para navegar
hacia donde permanece de pie
mientras la tierra entera se somete
a un niño que señala con su dedo
en dirección a un remoto resplandor;
no hallo el modo de ser algo más que un hombre
para, dotado de alas, alcanzar su altura,
para, dotado de aletas, bajar hacia el fondo acuoso
donde, fosforescente entre fosforescencias,
expone su desnudez para maravilla de los ahogados.



¿A quién pertenece el rasguño?...

¿A quién pertenece el rasguño, la herida,
la siembra, la siega, el trasiego,
el vaso vacío, el vaso lleno, la calle en la niebla,
los postigos, el velamen, la dádiva,
la oración, el dolor, la mano que se levanta
entre la multitud, el momento de la dicha,
cierto golfo abierto a los alcatraces,
el mercurio, la sinfonía, el croar,
los ojos del rumiante? ¿Quién
restituye lo perdido, encuentra rumbo
para lo extraviado, rectifica
la falla hasta casar la cosa con la palabra
que la expresa, labora
para trocar la presunción de claridad
en claridad cierta,
mañana de agosto que se inaugura?


I
Busco en la penumbra…

      Amar a un ser es decirle: ¡Tú no morirás!
      Gabriel Marcel

Busco en la penumbra tu espalda;
un denodado esfuerzo,
peor que permanecer, bajo un cielo en llamas,
escondido en una trinchera.
Busco tu muslo, en un amplio espacio
donde se amontona el mal
como si fuese un ramaje,
donde la vida suelta sus perros
que ladran sin tregua
a lo, para ojos humanos, invisible.
Busco y es remoto,
respiración de una figura
que la sucesión de las horas extenúa;
mi mano dibuja en el aire
lo único que todavía me embriaga:
la escena, que una y otra vez se posterga,
la luz envolviéndonos en oleadas,
por fin abrazados, sin producir sombra alguna.



III
En ese instante…

      …hasta que todo sea sumergido en el amor…
      Gabriel Marcel

En ese instante, otro fue el mundo:
un tono musical, cierta desnudez
bajo telas transparentes, hierbas blandas al viento;
suave el cordaje como suave la esquina,
lento caer por una lenta cascada,
un ojo para el liquen y otro ojo para la lámpara.
Entonces, nos abrazamos.
Y entonces se iluminó la casa.
Y nada fue espectral, huidizo, incierto.



Ella, ofrecida a la sustancia primera…

Ella, ofrecida a la sustancia primera, desvestida
y a salvo de la paridad y el remordimiento;
a su alrededor la redondez del mundo
que las aves en bandada desafían.
Qué hice por ella, poco, tal vez nada.
Tal vez haya yo perpetrado la peor estafa,
el mayor de lo crímenes: no le
entregué el brillo de los soles,
la primicia de las abejas, la hoja lustrosa,
la miel lubricante. Ahora, lejos,
como último recurso, ya inútil,
grabo con un punzón en la madera:
no fui bueno, lo siento.



En algún árbol cercano…

En algún árbol cercano,
en su nido, un pájaro pierde una pluma
 y, aunque se trata de solo una,
no resiste la pérdida y emite un sonido
mezcla de incertidumbre y angustia.
En la casa donde habito,
siempre la puerta de calle entreabierta,
mi mano que se aferra a cada objeto
que el tiempo, constante, indiferente, desgasta.



Una línea bien soldada…

Una línea bien soldada a su anhelo de curva.
Una hora vacía de desmayos, de exequias.
Un día en que siempre sea temprano.
Un jardín a medio camino entre la tierra y el cielo.
Un sueño muelle, sin sobresalto.
Un cara a cara con una llama vertical y constante.
Un alimento donde otros encuentran torcedura.
Un agua de cálido granizo para ser bebida.
Un descanso, un abrigo después del cansancio, el desabrigo.



En el sol, y no…

En el sol, y no en otra parte,
podremos por fin tocarnos.
En el sol, en su centro,
podremos por fin amarnos.
Por un instante, casi eterno,
antes de quemarnos.



Ahora bien, ¿qué es, o vendría a ser?...

Ahora bien, ¿qué es, o vendría a ser,
la vida? ¿Eso que acontece
no aquí sino en otra parte: agilidad
de cabra de monte, cielo extenso
y abierto, una claridad alcanzable y tangible,
flexibilidad y fragancia, luces
que se reflejan en un fondo acuático,
estación sólida, plena de humedad,
que a punto de disociarse se recompone
y reina, llama que arde
en el extremo de una idea y no se consume?
¿Y si en otra parte, lejos, dónde? ¿O, por el contrario,
cerca, en lo que, ante nuestra indiferencia,
cae del cielo en forma de pequeñas gotas
de lluvia, se levanta de la tierra en forma de rocío?



Todo, menos el día…
      
Todo, menos el día y la noche;
una hora agrisada y compacta,
sin otro devenir más que su propia espuma.
Allí, donde el perro todavía espera
como yo espero, ¿qué?,
la sombra de lo ido busca un cuarto de hotel
y la escena concluye con una cama
y ninguna frazada para el frío.
La vida se reduce a un juego de espejos.
A una torpe justificación de furias y eclipses.
El nombre grabado en una madera, ¿para qué?
¿Para qué el dedal, el granulado, el soliloquio?
Todo, menos la noche y el día;
si no hay dios que no se resfríe
ni amada que, de tarde en tarde, olvide;
llega el final que nadie logra silabear,
el vaso es demasiado pequeño
y la mayor parte del contenido, sin remedio, se derrama.




Entretanto, una clavícula despojada…

Entretanto, una clavícula despojada
de carne; por un momento sostuvo
y luego no: empujados por una fuerza mayor,
hasta lo más lejos, las bandadas y el oxígeno.
Asistí a esa hora, como si no existiese.
Invisible, ante un auditorio vacío
que, sin embargo, me exigía
que uniera sujeto con predicado.



¿En qué dirección? Tal vez…

¿En qué dirección? Tal vez hacia un montón
de luces en un breve espacio recién abierto por un pico de ave.
Un pico poderoso, capaz de desgarrar la carne,
capaz de desgarrar la piedra.
¿De a pie, a bordo de una nave hecha con material de sol
o de sólida, compacta sombra? De a pie,
metro a metro, más allá de muros que hablan
y de casas vacías que en nada se apoyan.
A bordo, mientras soplan las bocas
y al soplar provocan el retiro de todo fuego.
¿Vestido o desnudo? Vestido,
atado a una madera de encina,
al espinazo de un pez,
a una respiración resinosa.
Desnudo, por masticación de gruesa hoja con rocío,
por extensa vía de alquitrán
junto con largos y ansiosos lagartos.
Pero, ¿queda tiempo?
¿Queda?



Una fotografía de un paisaje…

Una fotografía de un paisaje despojado:
unas matas, un charco, una piedra.
Al dorso de la imagen, en tinta azul,
un pentagrama con algunas notas,
vano intento por componer una melodía.
Debajo del pentagrama, en tinta negra,
un breve relato de alguien
que, en una costa remota,
hace un gesto gratuito
y espera que el mar o el viento
lo cargue de significado.



Inspira y expira el aire…

Inspira y expira el aire, donde el aire se fija
y toma asiento. Pero, ¿es suyo
el respirar, la boca que respira?
Con esto compongo el poema.
Un poema con alguien que respira
un aire que se fija y toma asiento,
que no sabe si es suya la boca que respira,
si es suyo el respirar de su boca,
si el aire que se fija y toma asiento
no es sino la última ceniza
pasada, sin reversión posible, de mano en mano.



No logro oír su silencio…

No logro oír su silencio entre las voces,
por más que me esfuerce, no logro
pesar ni un gramo del aire que todavía respira
ni medir la masa de la pura sustancia
que aun la forma. No
encuentro un remo para navegar
hacia donde permanece de pie
mientras la tierra entera se somete
a un niño que señala con su dedo
en dirección a un remoto resplandor;
no hallo el modo de ser algo más que un hombre
para, dotado de alas, alcanzar su altura,
para, dotado de aletas, bajar hacia el fondo acuoso
donde, fosforescente entre fosforescencias,
expone su desnudez para maravilla de los ahogados.



¿A quién pertenece el rasguño?...

¿A quién pertenece el rasguño, la herida,
la siembra, la siega, el trasiego,
el vaso vacío, el vaso lleno, la calle en la niebla,
los postigos, el velamen, la dádiva,
la oración, el dolor, la mano que se levanta
entre la multitud, el momento de la dicha,
cierto golfo abierto a los alcatraces,
el mercurio, la sinfonía, el croar,
los ojos del rumiante? ¿Quién
restituye lo perdido, encuentra rumbo
para lo extraviado, rectifica
la falla hasta casar la cosa con la palabra
que la expresa, labora
para trocar la presunción de claridad
en claridad cierta,
mañana de agosto que se inaugura?



I
¿Y de los vivos, qué?...

¿Y de los vivos, qué? ¿Qué
es lo que compone el presentimiento,
la bóveda inestable, inconstante, del amor?
¿Qué es lo que dificulta, cada noche,
la respiración? ¿Por qué la tragedia,
si tenemos lengua para hablar,
ojos para ver, manos para tocar?


III
En ese instante…

      …hasta que todo sea sumergido en el amor…
      Gabriel Marcel


En ese instante, otro fue el mundo:
un tono musical, cierta desnudez
bajo telas transparentes, hierbas blandas al viento;
suave el cordaje como suave la esquina,
lento caer por una lenta cascada,
un ojo para el liquen y otro ojo para la lámpara.
Entonces, nos abrazamos.
Y entonces se iluminó la casa.
Y nada fue espectral, huidizo, incierto.



Ella, ofrecida a la sustancia primera…

Ella, ofrecida a la sustancia primera, desvestida
y a salvo de la paridad y el remordimiento;
a su alrededor la redondez del mundo
que las aves en bandada desafían.
Qué hice por ella, poco, tal vez nada.
Tal vez haya yo perpetrado la peor estafa,
el mayor de lo crímenes: no le
entregué el brillo de los soles,
la primicia de las abejas, la hoja lustrosa,
la miel lubricante. Ahora, lejos,
como último recurso, ya inútil,
grabo con un punzón en la madera:
no fui bueno, lo siento.



En algún árbol cercano…

En algún árbol cercano,
en su nido, un pájaro pierde una pluma
 y, aunque se trata de solo una,
no resiste la pérdida y emite un sonido
mezcla de incertidumbre y angustia.
En la casa donde habito,
siempre la puerta de calle entreabierta,
mi mano que se aferra a cada objeto
que el tiempo, constante, indiferente, desgasta.



Animal, el que fuera hermoso…

Animal, el que fuera hermoso y ágil
y, antes, un dios. Encerrado,
el que fuera ágil
y, antes, un dios. El que fuera hermoso
y, antes un dios.

Encerrado.



No hay regreso, en el aire…

El silencio, unánime y compacto;
la pregunta: ¿dónde ahora lo que del sol nos quemaba?
fijada para siempre en un cielo inalcanzable y aislado;
sobrevenido el páramo,
si bien amanece, no hay despertar en los nidos,
si bien atardecerá, no habrá,
en las ramas, regurgitación antes del sueño.






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