JOSE ANTONIO RAMOS SUCRE (1890 –1930)
POEMAS
***
Preludio
YO QUISIERA estar entre vacías
tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige,
impertinente amada que me cuenta amarguras.
Entonces me habrán abandonado
los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son
lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.
El movimiento, signo molesto
de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo
con la muerte. Ellas es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la
luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no
lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.
***
Discurso del contemplativo
Amo la paz y la soledad;
aspiro a vivir en una casa espaciosa y antigua donde no haya otro ruido que el
de una fuente, cuando yo quiera oír su chorro abundante. Ocupará el centro del
patio, en medio de los árboles que, para salvar del sol y del viento el sueño
de sus aguas, enlazarán las copas gemebundas. Recibiré la única visita de los
pájaros que encontrarán descanso en mi refugio silencioso. Ellos divertirán mi
sosiego con el vuelo arbitrario y su canto natural; su simpleza de inocentes
criaturas disipará en el espíritu la desazón exasperante del rencor, aliviando
mi frente el refrigerio del olvido.
La devoción y el estudio me
ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano
ni anhelo terrenal estorbará las alas de mi meditación, que en la cima solemne
del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu
el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable.
Las novedades y variaciones
del mundo llegarán mitigadas al sitio de mi recogimiento, como si las hubiera
amortecido una atmósfera pesada. No aceptaré sentimiento enfadoso ni impresión
violenta: la luz llegará hasta mí después de perder su fuego en la espesa trama
de los árboles; en la distancia acabará el ruido antes que invada mi apaciguado
recinto; la oscuridad servirá de resguardo a mi quietud; las cortinas de la
sombra circundarán el lago diáfano e imperturbable del silencio.
Yo opondré al vario curso del
tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas. No
sacudirán mi equilibrio los días espléndidos de sol, que comunican su ventura
de donceles rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la
ceniza de la penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y
afrontaré el misterio de la muerte.
Ella vendrá, en lo más callado
de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad
de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados
serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del
encendido cielo. A mi cadáver sobrará por tardía la atención de los hombres;
antes que ellos, habrán cumplido el mejor rito de mis sencillos funerales el
beso virginal del aura despertada por la aurora y el revuelo de los pájaros
amigos.
***
El resfrío
He leído en mi niñez las
memorias de una artista del violoncelo, fallecida lejos de su patria, en el
sitio más frío del orbe. He visto la imagen del sepulcro en un libro de
estampas. Una verja de hierro defiende el hacinamiento de piedras y la cruz
bizantina. Una ráfaga atolondrada vierte la lluvia en la soledad.
La heroína reposa de un galope
consecutivo, espanto del zorro vil. El caballo estuvo a punto de perecer en los
lazos flexibles de un bosque, en el lodo inerte.
La artista arrojó desde su
caballo al sórdido río de China un vaso de marfil, sujeto por medio de un
fiador, e ingirió el principio del cólera en la linfa torpe. Allí mismo cautivó
y consumió unos peces de sabor terrizo. La heroína usaba de modo preferente el
marfil eximio, la materia del olifante de Roldán.
Un sol de azufre viajaba a ras
del suelo en la atmósfera de un arenal lejano y un soplo agudo, mensajero de la
oscuridad invisible, esparció una sombra de terror en el cauce inmenso.
***
El tesoro de la fuente cegada
Yo vivía en un país
intransitable, desolado por la venganza divina. El suelo, obra de cataclismos
olvidados, se dividía en precipicios y montañas, eslabones diseminados al azar.
Habían perecido los antiguos moradores, nación desalmada y cruda.
Un sol amarillo iluminaba
aquel país de bosques cenicientos, de sombras hipnóticas, de ecos ilusorios.
Yo ocupaba un edificio
milenario, festonado por la maleza espontánea, ejemplar de una arquitectura de
cíclopes, ignaros del hierro.
La fuga de los alces huraños
alarmaba las selvas sin aves.
Tú sucumbías a la memoria del
mar nativo y sus alciones. Imaginabas superar con gemidos y plegarias la
fatalidad de aquel destierro, y ocupabas algún intervalo de consolación
musitando cantinelas borradas de tu memoria atribulada.
El temporal desordenaba tu
cabellera, aumento de una figura macilenta, y su cortejo de relámpagos
sobresaltaba tus ojos de violeta.
El pesar apagó tu voz,
sumiéndote en un sopor inerte. Yo depuse tu cuerpo yacente en el regazo de una
fuente cegada, esperando tu despertamiento después de un ciclo expiatorio.
Pude salvar entonces la
frontera del país maléfico, y escapé navegando un mar extremo en un bajel
desierto, orientado por una luz incólume.
***
Edad de plata
Yo vivía retirado en el campo
desde el fenecimiento de mi juventud. Lucrecio me había aficionado al trato de
la naturaleza imparcial. Yo había concebido la resolución de salir
voluntariamente de la vida al notar los síntomas del tedio, al sentir las
trabas y cadenas de la vejez. Yo habría perecido cerca de la fuente del río
oscuro y un sollozo habría animado los sauces invariables. Mi cisne enlutado,
símbolo y memoria de un eclipse, habría vuelto a su mundo salvaje.
Había dejado de visitar la
ciudad vecina en donde nací. Me lastimaba la imagen continua de su decadencia y
me consolaba el recuerdo de haber combatido por su soberanía.
Mis nacionales ejercitaban
sentimientos afectuosos en medio de la infelicidad y me llamaron del retiro a
participar en un duelo general. Rodeaban la familia de una doncella muerta en
la mañana de sus bodas.
Yo asistí a las exequias y
dibujé el movimiento circular de una danza en la superficie del ataúd
incorruptible. Meleagro, el mismo de la Antología, escribió a mi ruego un solo
verso en donde intentaba reconciliar al Destino.
***
Carnaval
Una mujer de facciones
imperfectas y de gesto apacible obsede mi pensamiento. Un pintor septentrional
la habría situado en el curso de una escena familiar, para distraerse de su
genio melancólico, asediado por figuras macabras.
Yo había llegado a la sala de la fiesta en compañía de amigos turbulentos, resueltos a desvanecer la sombra de mi tedio. Veníamos de un lance, donde ellos habían arriesgado la vida por mi causa.
Los enemigos travestidos nos rodearon súbitamente, después de cortarnos las avenidas. Admiramos el asalto bravo y obstinado, el puño firme de los espadachines. Multiplicaban, sin decir palabra, sus golpes mortales, evitando declararse por la voz. Se alejaron, rotos y mohínos, dejando el reguero de su sangre en la nieve del suelo.
Mis amigos, seducidos por el bullicio de la fiesta, me dejaron acostado sobre un diván. Pretendieron alentar mis fuerzas por medio de una poción estimulante. Ingerí una bebida malsana, un licor salobre y de verdes reflejos, el sedimento mismo de un mar gemebundo, frecuentado por los albatros.
Ellos se perdieron en el giro del baile.
Yo divisaba la misma figura de este momento. Sufría la pesadumbre del artista septentrional y notaba la presencia de la mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible en una tregua de la danza de los muertos.
Yo había llegado a la sala de la fiesta en compañía de amigos turbulentos, resueltos a desvanecer la sombra de mi tedio. Veníamos de un lance, donde ellos habían arriesgado la vida por mi causa.
Los enemigos travestidos nos rodearon súbitamente, después de cortarnos las avenidas. Admiramos el asalto bravo y obstinado, el puño firme de los espadachines. Multiplicaban, sin decir palabra, sus golpes mortales, evitando declararse por la voz. Se alejaron, rotos y mohínos, dejando el reguero de su sangre en la nieve del suelo.
Mis amigos, seducidos por el bullicio de la fiesta, me dejaron acostado sobre un diván. Pretendieron alentar mis fuerzas por medio de una poción estimulante. Ingerí una bebida malsana, un licor salobre y de verdes reflejos, el sedimento mismo de un mar gemebundo, frecuentado por los albatros.
Ellos se perdieron en el giro del baile.
Yo divisaba la misma figura de este momento. Sufría la pesadumbre del artista septentrional y notaba la presencia de la mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible en una tregua de la danza de los muertos.
***
La verdad
La
golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría
innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.
Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.
La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la media del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.
Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento del situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas.
Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.
Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.
La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la media del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.
Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento del situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas.
Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.
***
Omega
Cuando la muerte acuda
finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje solitario,
yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la
armonía de origen supremo, y un solaz infinito reposará en mi semblante.
Mis reliquias,
ocultas en el seno de la oscuridad y animadas de una vida informe, responderán
desde su destierro al magnetismo de una voz inquieta, proferida en un litoral
desnudo.
El recuerdo
elocuente, a semejanza de una luna exigua sobre la vista de un ave sonámbula,
estorbará mi sueño impersonal hasta la hora de sumirse, con mi nombre, en el
olvido solemne.
***
Azucena
El solitario divierte la
mirada por el cielo en una tregua de su desesperanza. Agradece los efluvios de
un planeta inspirándose en unas líneas de la Divina Comedia. Reconoce,
desde la azotea, los presagios de una mañana lánguida.
El miedo ha derruido la
grandeza y trabado las puertas y ventanas de su vivienda lúcida. Un jinete de
máscara inmóvil retorna fielmente de un viaje irreal, en medio de la oscuridad,
sobre un caballo de mole espesa, y descansa en un vergel inviolable, asiento
del hastío. Las flores, de un azul siniestro y semejantes a los flabelos de una
liturgia remota, ofuscan el aire, infiltran el delirio.
El solitario oye la fábrica
de su ataúd en un secreto de la tierra, dominio del mal. La muerte asume el
semblante de Beatriz en un sueño caótico de su trovador.
Una docenlla aparece entre
las nubes tenues, armada del venablo invicto, y cautiva la vista del solitario.
Llega el nacimiento del día de las albricias, después del viernes agónico,
anunciada por un alce blanco, alumno de la primavera celeste.
***
Visión del Norte
La mole de nieve navega al
impulso del mar desenfrenado, mostrando el iris en cada ángulo diáfano. Tiembla
como si la sacudiera desde abajo el empuje de unos pechos titánicos; pero la trepidación
no ahuyenta al ave, retirada y soberbia en lo más alto del bloque errabundo;
antes engradece su actitud extraña, como de centinela que avista el peligro,
observando una ancha zona.
Las ráfagas fugaces no
alcanzan a rizar el plumaje ni los tumbos de la ola asustan la testa inmóvil
del pájaro peregrino, cuyo reposo figura el arrobo de los penitentes. Boga
imperturbable a través del océano incierto, bajo la atmósfera destemplada,
interrogando horizontes proviosorios.
El ave no despide canto
alguno, sino conserva la mudez temerosa y de mal aguero y exalta en leyendas y
tragedias la aparición y la conducta de los personajes prestigiadores y
vengativos, los que por el abandono de la risa y de la palabra excluyen la
simpatía humanitaria y la llaneza familiar.
A vueltas de largo viaje,
circulan aromas tibios y rumores vagos, y ruedan olas abrasadas por un
sol flagrante, las que atacan y deshacen la balumba del hielo, con la porfiada
intención de las sirenas opuestas al camino de un barco ambicioso.
El panorama se diversifica
desde ahora con el regocijo de los colores ardientes, y con la delicia de los
árboles vivaces y de las playas bulliciosas, descubriendo al ave su extravío,
precaviéndola de conocer tórridas lontananzas, aconsejándole el regreso al páramo
nativo; el ave se desprende en largo vuelo, y torna a presidir, desde
cristalina cúspide, el concierto de la soledad polar.
***
Penitencial
El caballero de túnica de
grana, la misma de su efigie de mártir, aspira a divertirse del enfado jugando
con un guante.
Oye en secreto los
llamamientos de una voluntan omnímoda y presume el fin de su grandeza, el
olvido en la cripta desnuda, salvo el tapiz de una araña abismada en el cómputo
de la eternidad. Ha recibido una noche, de un monje ciego, una corona risible de
paja.
El caballero se encamina a
verse con el prior de una religión adusta y le propone la inquietud, el ansia
del retiro. Los adversarios se regocigan esparciendo rumores falaces y lo
devuelven a la polémica del mundo.
Las mujeres y los niños
lamentan la muerte del cabellero inimitable en la mañana de un día previsto,
censuran el éxito de la cuadrilla pusilánime y besan la tierra para desviar los
furores de la venganza. El cielo negro, mortificado, oprime la ciudad y
desprende a veces una lluvia cálida.
***
Los herejes
La doncella se asoma a ver
el campo, a interrogar una lontananza trémula. Su mente padece la visión de los
jinetes del exterminio, descrita en las páginas del Apocalipsis y en un
comentario de estampas negras.
La voz popular decanta la
lluvia de sangre y el eclipse y advierte la similitud con las maravillas de
antaño, contemporáneas del rey Lear.
Un capitán, desabrido e
insolente con su rey, fija la tienda de campaña, de seda carmesí, en medio de
las ruinas. Los soldados, los diablos de la guerra, dejan ver el tizne del
incendio o del infierno en la tez árida y su roja pelambre. Un arbitrista,
usurpador del traje de Arlequín, los persuade a la licencia y los abastece de
monedas de similor y de papel.
La doncella aleja la
muchedumbre de los enemigos, prodigando las noches de oración. Se retiran
delante de una maleza indeleble, después de fatigarse vanamente en la apertura
de un camino. El golpe de sus hierros no encontraba asiento y se perdía en el
vacío.
***
Trance
He soñado con la beldad rubia.
Miro su despejo y siento su voz.
Inicia con razones elegantes
una conversación de motivo lisonjero.
Yo estoy prosternado. Quiero oprimir entre mis manos su diestra delgada y
perezosa.
Expone en el lenguaje
selecto un suceso de siglos ilustres. Refiere las cuitas de un trovador
desengañado.
Yo espío los rasgos de su
faz iluminada.
Añade comentarios de crítica
afilada y suspicaz, y yo asiento con mudez inescrutable.
***
Ocaso
Mi alma se deleita
contemplando el cielo a trechos azul o nublado, al arrullo de un valse
delicioso. Imita la quietud del ave que se apresta a descansar durante la noche
que avecina. Bendice el avance de la sombra, como el de una virgen tímida a la
cita, al recogerse el día y su cohorte de importunos rumores. Crecen
silenciosamente sus negros velos, tornándose cada vez más densos, hasta dar por
el tinte uniforme y el suave desliz la ilusión de un mar de aguas sedantes y
maléficas.
Envuelto en la obscuridad
providente, imagino el solaz de yacer olvidado en el son de un abismo
incalculable, emulando la fortuna de aquellos personajes que el desvariado
ingenio asiático describe, felizmente cautivos por la fascinación de alguna
divinidad marina en el laberinto de fantásticas grutas.
Expiran los sones del valse
delicioso cuando el sol difunde sus postreras luces sobre el remanso de la
tarde. A favor del ambiente ya callado y oscuro disfrutan mis sentidos de su
merecida tregua de lebreles alertos. Y a detener sobre mi frente el perezoso
giro de su velo, surge del seno de la sombra el vampiro de la melancolía.
***
El asno
Yo no podía sufrir la
vivienda lóbrega y discurría por la vega de la ciudad escolar.
Yo disfrutaba la soledad
montado sobre un asno y me detenía en presencia de un río sereno. Los pájaros
volaban al alcance de la mano y al amor de una ráfaga del infinito. Yo buscaba
en el seno de las nubes rasantes el origen de una música de laúdes.
El senescal de un rey santo
me había separado de solicitar la salud por medio de las letras y me invitaba a
abrazar la humildad de las criaturas insipientes. El trato del senescal me
reposaba de la meditación febril.
El rey santo vivía afligido
por los reparos de una conciencia mórbida y se calificaba de soberbio al
aceptar de sus hermanos el ministerio de criados de su mesa. La etiqueta se inspiraba
en un paso de la Biblia.
El rey santo me había
dirigido a pensar en los rodeos y asaltos del diablo a las almas de los
moribundos. El trote modesto de mi cabalgadura facilitaba el arrobo y la
pérdida de mis facultades. El asno frugal y resignado, presente en las
ceremonias del culto, dividía conmigo la cuita suprema. Me salvó en una carrera
súbita al descubrir, en el enredo de unas espadañas y lentejas fluviales, la
obesidad innoble de una esfinge de ojos oblicuos.
***
La redención de Fausto
Leonardo da Vinci gustaba de
pintar figuras gaseosas, umbrátiles. Dejó en manos de Alberto Durero, habitante
de Venecia, un ejemplar de la Gioconda, célebre por la sonrisa mágica.
Ese mismo cuadro vino a
iluminar, días después, la estancia de Fausto.
El sabio se fatigaba riñendo
con un bachiller presuntuoso de cuello de encaje y espadín, y con Mefistófeles,
antecesor de Hegel, obstinado en ejecutar la síntesis de los contrarios, en
equivocar el bien con el mal. Fausto los despidió de su amistad, volvió en su
juicio y notó por primera vez la ausencia de la mujer.
La criatura espectral de
Leonardo da Vinci dejó de ser una imagen cautiva, posó la mano sobre el hombro
del pensador y apagó su lámpara vigilante.
***
La zarza de los médanos
El país de mi infancia
adolecía de una aridez penitencial.
Yo sufría el ascendiente de
un cielo desvaído y divisaba el perfil de una torre mística.
Los montes sobrios y de cima
recóndita preferían el capuz de noviembre. Las almas de los difuntos, según el
pensamiento de una criatura pusilánime, se recataban en su esquivez, seguían
las vicisitudes de un río perplejo y volaban en la brisa del océano.
Vencíamos el susto de las
noches visionarias a través del páramo, en la carroza veloz. Unos juncos lacios
interrumpían la fuga de las ruedas y la luna indolente vertía a la redonda el
embeleso de sus matices de plata.
La criatura infantil, objeto
de mis cuitas, amaba de modo férvido unas flores balsámicas, de origen sideral,
imbuidas en el aire salobre. Vivía suspensa del anuncio de la muerte y las
demandaba para su tumba. Yo he defendido las hojas montaraces del asalto de las
arenas.
El mar salió de sus límites
a cubrir el litoral desventurado. Una sombra muda y transparente dirigió el
esquife de mi salud al reino de la aurora, a la felicidad inequívoca. Yo
despertaba de unos sueños encantados y percibía en el aire del aposento los
efluvios de la maleza fragante.
***
Victoria
Su veste blanca y de galones
de plata sugería la estola de los ángeles y las galas primitivas del lirio. Una
corona simple, el ramo de un olivo milenario, ocultaba sus sienes. Los ojos
diáfanos de esmeralda comunicaban el privilegio de la gracia.
Los rasgos sutiles del
semblante convenían con los de una forma tácita, adivinada por mí mismo en el
valle del asombro, a la luz de una luna pluvial. Uno y otro fantasma, el de la
veste blanca y el de la voz tímida, se parecían en el abandono de la voluntad,
en la calma devota.
Yo recataba mi niñez en un
jardín soñoliento, violetas de la iglesia, jazmines de la Alhambra. Yo vivía
rodeado de visiones y unas vírgenes serenas me restablecían del estupor de un
mal infinito.
Mi fantasía volaba en una
lontananza de la historia, arrestos del Cid y votos de San Bruno. Yo alcancé
una vista épica, en un día supremo, al declinar mi frente sobre la tierra
húmeda del rocío matinal, reguero de lágrimas del purgatorio. Yo vi el mismo
fantasma, el de la voz tímida y el de la veste de azucena, armado de una cruz
de cristal. Su nombre secreto era aclamado por los arcángeles infatigables, de
atavío de púrpura.