JOAQUÍN
PASOS (1914-1947)
CANTO
DE GUERRA DE LAS COSAS
Cuando
lleguéis a viejos, respetaréis la piedra,
si
es que llegáis a viejos,
si
es que entonces quedó alguna piedra.
Vuestros
hijos amarán al viejo cobre,
al
hierro fiel.
Recibiréis
a los antiguos metales en el seno de vuestras
familias,
trataréis
al noble plomo con la decencia que corresponde a su
carácter
dulce;
os
reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre;
con
el bronce considerándolo como hermano del oro,
porque
el oro no fue a la guerra por vosotros,
el
oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel de niño
mimado,
vestido
de terciopelo, arropado, protegido por el resentido
acero...
Cuando
lleguéis a viejos, respetaréis al oro,
si
es que llegáis a viejos,
si
es que entonces quedó algún oro.
El
agua es la única eternidad de la sangre.
Su
fuerza, hecha sangre. Su inquietud, hecha sangre.
Su
violento anhelo de viento y cielo,
hecho
sangre.
Mañana
dirán que la sangre se hizo polvo,
mañana
estará seca la sangre.
Ni
sudor, ni lágrimas, ni orina
podrán
llenar el hueco del corazón vacío.
Mañana
envidiarán la bomba hidráulica de un inodoro
palpitante,
la
constancia viva de un grifo,
el
grueso líquido.
El
río se encargará de los riñones destrozados
y
en medio del desierto los huesos en cruz pedirán en vano
que
regrese el agua a los cuerpos de los hombres.
Dadme
un motor más fuerte que un corazón de hombre.
Dadme
un cerebro de máquina que pueda ser agujereado sin
dolor.
Dadme
por fuera un cuerpo de metal y por dentro otro
cuerpo
de metal
igual
al del soldado de plomo que no muere,
que
no te pide, Señor, la gracia de no ser humillado por
tus
obras,
como
el soldado de carne blanducha, nuestro débil orgullo,
que
por tu día ofrecerá la luz de sus ojos,
que
por tu metal admitirá una bala en su pecho,
que
por tu agua devolverá su sangre.
Y
que quiere ser como un cuchillo, al que no puede herir
otro
cuchillo.
Esta
cal de mi sangre incorporada a mi vida
será
la cal de mi tumba incorporada a mi muerte,
porque
aquí está el futuro envuelto en papel de estaño,
aquí
está la ración humana en forma de pequeños ataúdes,
y
la ametralladora sigue ardiendo de deseos
y
a través de los siglos sigue fiel el amor del cuchillo a la
carne.
Y
luego, decid si no ha sido abundante la cosecha de balas,
si
los campos no están sembrados de bayonetas,
si
no han reventado a su tiempo las granadas...
Decid
si hay algún pozo, un hueco, un escondrijo
que
no sea un fecundo nido de bombas robustas;
decid
si este diluvio de fuego líquido
no
es más hermoso y más terrible que el de Noé,
¡sin
que haya un arca de acero que resista
ni
un avión que regrese con la rama de olivo!
Vosotros,
dominadores del cristal, he ahí vuestros vidrios
fundidos.
Vuestras
casas de porcelana, vuestros trenes de mica,
vuestras
lágrimas envueltas en celofán, vuestros corazones
de
bakelita,
vuestros
risibles y hediondos pies de hule,
todo
se funde y corre al llamado de guerra de las cosas,
como
se funde y se escapa con rencor el acero que ha
sostenido
una estatua.
Los
marineros están un poco excitados. Algo les turba
su
viaje.
Se
asoman a la borda y escudriñan el agua,
se
asoman a la torre y escudriñan el aire.
Pero
no hay nada.
No
hay peces, ni olas, ni estrellas, ni pájaros.
Señor
capitán, ¿a dónde vamos?
Lo
sabremos más tarde.
Cuando
hayamos llegado.
Los
marineros quieren lanzar el ancla,
los
marineros quieren saber qué pasa.
Pero
no es nada. Están un poco excitados.
El
agua del mar tiene un sabor más amargo,
el
viento del mar es demasiado pesado.
Y
no camina el barco. Se quedó quieto en medio del viaje.
Los
marineros se preguntan ¿qué pasa? con las manos,
han
perdido el habla.
No
ha pasado nada. Están un poco excitados.
Nunca
volverá a pasar nada. Nunca lanzarán el ancla.
No
había que buscarla en las cartas del naipe ni en los juegos
de
la cábala.
En
todas las cartas estaba, hasta en las de amor y en las
de
navegar.
Todas
los signos llevaban su signo.
Izaba
su bandera sin color, fantasmas de bandera para ser
pintada
con colores de sangre de fantasma,
bandera
que cuando flotaba al viento parecía que flotaba el
viento.
Iba
y venía, iba en el venir, venía en el yendo, como que si
fuera
viniendo.
Subía,
y luego bajaba hasta en medio de la multitud y
besaba
a cada hombre.
Acariciaba
cada cosa con sus dedos suaves de sobadora
de
marfil.
Cuando
pasaba un tranvía, ella pasaba en el tranvía;
cuando
pasaba una locomotora, ella iba sentada en la trompa.
Pasaba
ante el vidrio de todas las vitrinas,
Sobre
el río de todos los puentes,
por
el cielo de todas las ventanas.
Era
la misma vida que flota ciega en las calles como una
niebla
borracha.
Estaba
de pie junto a todas las paredes como un ejército de
mendigos,
era
un diluvio en el aire.
Era
tenaz, y también dulce, como el tiempo.
Con
la opaca voz de un destrozado amor sin remedio,
con
el hueco de un corazón fugitivo,
con
la sombra del cuerpo
con
la sombra del alma, apenas sombra de vidrio,
con
el espacio vacío de una mano sin dueño,
con
los labios heridos
con
los párpados sin sueño,
con
el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo del
resentimiento
y
el narciso,
con
el hombro izquierdo
con
el hombro que carga las flores y el vino,
con
las uñas que aún están adentro
y
no han salido,
con
el porvenir sin premio con el pasado sin castigo,
con
el aliento,
con
el silbido,
con
el último bocado de tiempo, con el último sorbo de
líquido
con
el último verso del último libro.
Y
con lo que será ajeno. Y con lo que fue mío.
Somos
la orquídea de acero,
florecimos
en la trinchera como el moho sobre el filo de la
espada,
somos
una vegetación de sangre,
somos
flores de carne que chorrean sangre,
somos
la muerte recién podada
que
florecerá muertes y más muertes hasta hacer un
inmenso
jardín de muertes.
Como
la enredadera púrpura de filosa raíz,
que
corta el corazón y se siembra en la fangosa sangre
y
sube y baja según su peligrosa marea.
Así
hemos inundado el pecho de los vivos,
somos
la selva que avanza.
Somos
la tierra presente. Vegetal y podrida.
Pantano
corrompido que burbujea mariposas y arco—iris.
Donde
tu cáscara se levanta están nuestros huesos llorosos,
nuestro
dolor brillante en carne viva,
oh
santa y hedionda tierra nuestra,
humus
humanos.
Desde
mi gris sube mi ávida mirada,
mi
ojo viejo y tardo, ya encanecido,
desde
el fondo de un vértigo lamoso
sin
negro y sin color completamente ciego.
Asciendo
como topo hacia el aire
que
huele mi vista,
el
ojo de mi olfato, y el murciélago
todo
hecho de sonido.
Aqui
la piedra es piedra, pero ni el tacto sordo
puede
imaginar si vamos o venimos,
pero
venimos, sí, desde mi fondo espeso,
pero
vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos
y
en esta cruel mudez que quiere cantar.
Como
un súbito amanecer que la sangre dibuja
irrumpe
el violento deseo de sufrir,
y
luego el llanto fluyendo como la uña de la carne
y
el rabioso corazón ladrando en la puerta.
Y
en la puerta un cubo que se palpa
y
un camino verde bajo los pies hasta el pozo,
hasta
más hondo aún, hasta el agua,
y
en el agua una palabra samaritana
hasta
más hondo aún, hasta el beso,
Del
mar opaco que me empuja
llevo
en mi sangre el hueco de su ola,
el
hueco de su huida,
un
precipicio de sal aposentada.
Si
algo traigo para decir, dispensadme,
em
el bello camino lo he olvidado.
Por
un descuido me comí la espuma,
perdonadme,
que vengo enamorado.
Detrás
de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces.
Pájaros
muertos, árboles sin riego.
Una
hiedra marchita. Un olor de recuerdo.
No
hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno,
y
parece que la vida se ha marchado hacia el país del trueno.
Tú,
que vista en un jarrón de flores el golpe de esta fuerza,
tú,
la invitada al viento en fiesta.
tu,
la dueña de una cotorra y un coche de ágiles ruedas, sobre
la
verja
tú
que miraste a un caballo del tiovivo
y
quedar sobre la grama como esperando que lo montasen
los
niños de la escuela,
asiste
ahora, con ojos pálidos, a esta naturaleza muerta.
Los
frutos no maduran en este aire dormido
sino
lentamente, de tal suerte que parecen marchitos,
y
hasta los insectos se equivocan en esta primavera
sonámbula,
sin sentido.
La
naturaleza tiene ausente a su marido.
No
tienen ni fuerzas suficientes para morir las semillas del
cultivo
y
su muerte se oye como el hilito de sangre que sale de
la
boca del hombre herido.
Rosas
solteronas, flores que parecen usadas en la fiesta del olvido,
débil
olor de tumbas, de hierbas que mueren sobre mármoles
inscritos.
Ni
un solo grito. Ni siquiera la voz de un pájaro o de un niño
o
el ruido de un bravo asesino con su cuchillo.
¡Qué
dieras hoy por tener manchado de sangre el vestido!
¡Qué
dieras por encontrar habitado algún nido!
¡Qué
dieras porque sembraran en tu carne un hijo!
Por
fin, Señor de los Ejércitos, he aquí el dolor supremo.
He
aquí, sin lástimas, sin subterfugios, sin versos,
el
dolor verdadero.
Por
fin, Señor, he aquí frente a nosotros el dolor parado
en
seco.
No
es un dolor por los heridos ni por los muertos,
ni
por la sangre derramada ni por la tierra llena de lamentos
ni
por las ciudades vacías de casas ni por los campos llenos de
huérfanos.
Es
el dolor entero.
No
pueden haber lágrimas ni duelo
ni
palabras ni recuerdos,
pues
nada cabe ya dentro del pecho.
Todos
los ruidos del mundo forman un gran silencio.
Todos
los hombres del mundo forman un solo espectro.
En
medio de este dolor, ¡soldado!, queda tu puesto
vacío
o lleno.
Las
vidas de los que quedan están con huecos,
tienen
vacíos completos,
como
si se hubieran sacado bocados de carne de sus cuerpos.
Asómate
a este boquete, a éste que tengo en el pecho,
para
ver cielos e infiernos.
Mira
mi cabeza hendida por millares de agujeros:
a
través brilla un sol blanco, a través un astro negro.
Toca
mi mano, esta mano que ayer sostuvo un acero:
¡puedes
pasar en el aire, a través de ella, tus dedos!
He
aquí la ausencia del hombre, fuga de carne, de miedo,
días,
cosas, almas, fuego.
Todo
se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos.